miércoles, 9 de enero de 2008

La nieve de Chelm
Chelm era una aldea de tontos: tontos jóvenes y tontos viejos. Una noche alguien espió a la luna, que se reflejaba en un barril de agua. La gente de Chelm imaginó que había caído allí. Sellaron el barril para que la luna no se escapara. Cuando a la mañana destaparon el barril y comprobaron que la luna ya no estaba allí, los aldeanos concluyeron que había sido robada. Llamaron a la policía, y, cuando el ladrón no pudo ser hallado, los tontos de Chelm lloraron y gimieron.
De todos los tontos de Chelm, los más famosos eran los siete ancianos. Como eran los tontos más rematados y más viejos, gobernaban en Chelm. De tanto pensar, tenían las barbas blancas y las frentes muy anchas.
Una vez, durante toda una noche de Hannukkah, la nieve no cesó de caer. Cubrió todo Chelm como un manto de plata. La luna brilló, las estrellas titilaron, y la nieve relució como perlas y diamantes.
Esa noche los siete ancianos estaban sentados y reflexionando, mientras arrugaban sus frentes. La aldea necesitaba dinero, y no sabían cómo obtenerlo. De repente, el más anciano de ellos, Groham el Gran Tonto, exclamó:
_¡La nieve es plata!
_¡Veo perlas en la nieve! _gritó otro.
_¡Y yo veo diamantes! _agregó un tercero.
Para los ancianos de Chelm estaba claro que había caído un tesoro del cielo.
Pero pronto comenzaron a preocuparse. A la gente de Chelm le gustaba caminar, y ciertamente terminarían por pisotear el tesoro. ¿Qué se podía hacer? El tonto Tudras tuvo una idea.
_Enviemos un mensajero que golpee en todas las ventanas y comunique a todos que deben permanecer en sus casas hasta que se hayan recogido la plata, las perlas y los diamantes.
Durante un rato los ancianos quedaron satisfechos. Se restregaron las manos y aprobaron la astuta idea. Pero entonces Lekisch el memo hizo notar con aflicción:
_El mensajero mismo pisoteará el tesoro.
Los ancianos comprendieron que Lekisch tenía razón, y otra vez arrugaron las frentes en un esfuerzo por solucionar el problema.
_¡Ya lo tengo! _exclamó Shmerel el Buey.
_Dinos, dinos _rogaron los ancianos.
_El mensajero no debe ir a pie. Debe ser transportado sobre una mesa, para que sus pies no toquen la preciosa nieve.
Todos quedaron encantados con la solución de Shmerel el Buey, y los ancianos, batiendo palmas, admiraron su sabiduría.
Los ancianos enviaron inmediatamente a alguien a la cocina a buscar a Gimpel, el chico de los recados, y lo pusieron sobre una mesa. Y ahora ¿quién habría de transportar la mesa? Fue una suerte que en la cocina estuvieran Treitle el cocinero, Berel el pelador de patatas, Yukel el mezclador de ensaladas, y Yontel, que cuidaba a la cabra de la comunidad. Se les ordenó a los cuatro que llevaran la mesa en la que Gimpel se había puesto de pie. Cada uno sostuvo una pata. Arriba estaba Gimpel con un martillo de madera, para golpear en las ventanas de los aldeanos. Entonces salieron.
En cada ventana Gimpel golpeaba y decía:
_Nadie debe salir de casa esta noche. Ha caído un tesoro del cielo y está prohibido pisarlo.
La gente de Chelm obedeció a los ancianos y permaneció en sus casas durante toda la noche. Entretanto los propios ancianos se sentaron, tratando de imaginar cómo harían mejor uso del tesoro, una vez que lo recogieran.
El tonto Tudras propuso que lo vendieran y compraran una gansa que pusiera huevos de oro. Así la comunidad tendría unos ingresos fijos.Lekisch el memo tuvo otra idea. ¿Por qué no comprar anteojos que hicieran parecer más grandes todas las cosas a los habitantes de Chelm? Las casas, las calles y las tiendas parecerían más grandes, y desde luego, si Chelm parecía más grande, pues entonces sería más grande. Ya no sería una aldea, sino una gran ciudad.
Surgieron otras ideas igualmente ingeniosas. Pero mientras los ancianos sopesaban sus diversos planes, llegó la mañana y brilló el sol. Miraron por la ventana y, caramba, vieron que la nieve había sido pisoteada. Las pesadas botas de los porteadores de la mesa habían destruido el tesoro.
Los ancianos de Chelm se acariciaron sus blancas barbas y admitieron que habían cometido un error. ¿Quizás, razonaron, otras cuatro personas debían haber llevado a los cuatro hombres que llevaron la mesa en la que estaba Gimpel, el chico de los recados?
Tras largas deliberaciones los ancianos decidieron que, si durante el próximo Hannukkah llegaba a caer otro tesoro del cielo, eso era exactamente lo que habrían de hacer.
Aunque los aldeanos se quedaron sin tesoro, estaban llenos de esperanzas para el año siguiente y elogiaron a los ancianos, con quienes sabían que se podía contar para encontrar una solución, por muy difícil que fuera el problema.
Caperuza Roja
Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperuza Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un día, su madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, mucho cuidado, sino porque aquella era una acción generosa que contribuía a afianzar el sentimiento de comunidad. Además, su abuela no estaba ni mucho menos enferma, sino que gozaba de completa salud física y mental y era perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que era.
De manera que Caperuza Roja cogió su cesta y emprendió el camino a través del bosque. Muchas personas creían que el bosque era un lugar siniestro y peligroso, por lo que jamás se aventuraban en él. Caperuza Roja, sin embargo, poseía la suficiente confianza en su incipiente sexualidad como para evitar sentirse intimidada por una imaginería tan obviamente freudiana.
De camino a casa de su abuela, Caperuza Roja fue abordada por un lobo que le preguntó qué llevaba en la cesta.
_Un saludable tentempié para mi abuela _respondió_, quien, sin lugar a dudas, es perfectamente capaz de cuidar de sí misma como persona adulta y madura que es.
_No sé si sabes, querida _dijo el lobo_, que recorrer a solas estos bosques es peligroso para una niña pequeña.
Y Caperuza respondió:
_Ésa es una observación machista y en extremo insultante, pero haré caso omiso de ella debido a tu tradicional condición de proscrito social, lo que te ha producido una angustia que, a su vez, te ha llevado a desarrollar tu propia perspectiva de la vida, perfectamente válida, desde luego. Y ahora, si me perdonas, debo seguir mi camino.
Caperuza Roja continuó caminando por el sendero. Pero el lobo, que, por su condición de segregado social, estaba liberado de esa dependencia servil del pensamiento lineal tan propia de Occidente, conocía una ruta más rápida para llegar a casa de la abuela.
Una vez allí, irrumpió bruscamente en la casa y devoró a la anciana, adoptando con ello un modelo de conducta completamente válido para un carnívoro como él. A continuación, inmune a las rígidas nociones tradicionales de lo masculino y lo femenino, se puso el camisón de la abuela y se acurrucó en el lecho.

Caperuza Roja entró en la cabaña y dijo:
_Abuela, te he traído algunas fruslerías bajas en calorías y en sodio, en reconocimiento a tu papel de sabia y generosa matriarca.
_Acércate más, criatura, para que pueda verte _dijo suavemente el lobo desde el lecho.
_¡Oh! _repuso Caperuza_. Había olvidado que visualmente eres tan limitada como un topo. Pero, abuela, ¡qué ojos tan grandes tienes!
_Han visto mucho y han perdonado mucho, querida.
_Abuela, ¡qué nariz tan grande tienes!..., relativamente hablando, claro está, y a su modo indudablemente atractiva.
_Ha olido mucho y ha perdonado mucho, querida.
_Pero ¡abuela, qué dientes tan grandes tienes!
Y el lobo respondió:
_Estoy satisfecho de ser quien soy y lo que soy _y, saltando de la cama, aferró a Caperuza Roja con sus garras, dispuesto a devorarla.
Caperuza gritó, pero no como resultado de la aparente tendencia del lobo hacia el travestismo, sino por la deliberada invasión que había llevado a cabo de su espacio personal.
Sus gritos llegaron a oídos de un operario de la industria maderera (o técnico en combustibles vegetales, como él mismo prefería que lo llamaran) que pasaba por allí. Al entrar en la cabaña, advirtió el revuelo y trató de intervenir. Pero apenas había levantado su hacha cuando tanto el lobo como Caperuza Roja se detuvieron.
_¿Puede saberse con exactitud qué cree usted que está haciendo? _inquirió Caperuza.
El operario maderero parpadeó e intentó responder, pero las palabras no acudían a sus labios.
_¡Se cree acaso que puede irrumpir aquí como un Neandertal cualquiera y delegar su capacidad de reflexión en el arma que lleva consigo! _prosiguió Caperuza_. ¡Machista! ¡Discriminador de especies animales! ¿Cómo se atreve a dar por hecho que las mujeres y los lobos no son capaces de resolver sus propias diferencias sin la ayuda de un hombre?
Al oír el apasionado discurso de Caperuza, la abuela saltó de la panza del lobo, arrebató el hacha al operario maderero y le cortó la cabeza. Superado este duro trance, Caperuza, la abuela y el lobo creyeron experimentar cierta afinidad en sus objetivos, decidieron instaurar una forma alternativa de comunidad basada en la cooperación y el respeto mutuos y, juntos, vivieron felices en el bosque para siempre.

martes, 20 de noviembre de 2007

Presentación

Presentación Relat...
Primer aviso
El otro día, en el contestador automático de mi teléfono, una voz angustiada había dejado el siguiente mensaje: "Mamá, soy yo, Cristina, que si puedo cenar hoy en tu casa, sólo te llamo para eso, para saber si puedo cenar contigo esta noche, avísame, por favor, no dejes de avisarme estaré toda la tarde aquí, soy Cristina".
Evidentemente, no soy la madre de Cristina, así que se quedó sin cenar la pobre, y yo también, pues no fui capaz de freír un par de huevos conociendo el drama de esa pobre chica. Algunas voces anónimas son como microorganismos que te infectan el día, y no hay Frenadol que las pare.
Al día siguiente de lo de Cristina llegué a casa, le di a la tecla del contestador y alguien dijo: "Pedro, que lo de Luis, por fin, era maligno y encima Marisol se ha roto un brazo. A mamá no le hemos dicho nada todavía porque con las crisis respiratorias que tiene últimamente no lo soportaría. Nacho, por fin, va a repetir el COU". Evidentemente, tampoco soy Pedro, no conozco a Luis ni a Marisol, y me importa un rábano que Nacho repita el COU, pero me amargó la vida esa acumulación de desgracias ajenas, qué quieren que les diga. Cuando llevas dos días seguidos escuchando mensajes de este calibre, el receptáculo donde se aloja la cinta del contestador empieza a parecerte un nicho ecológico donde se reproducen microorganismos perjudiciales para la salud emocional, así que desinfecté la cinta, pero al regresar del trabajo escuche: "Miguel, es la última vez que me das un plantón porque esta misma tarde me voy a suicidar". Tampoco soy Miguel, pero estuve tres días con mala conciencia buscando una muerte violenta en la sección de sucesos, y así no se puede vivir.
De manera que hoy, decidido a defenderme, he marcado al azar unos números hasta dar con un contestador en el que he grabado el siguiente mensaje: "Marta, que vengas en seguida porque Manolito se ha caído por el hueco de la escalera y Ricardo se ha tragado una cuchilla de afeitar, pero no me puedo mover de casa porque no tengo con quién dejar al bebé. Date prisa". Ha sido un desahogo, la verdad, me he quedado más ancho que largo. Y pienso subir el tono si la guerra se prolonga. El que avisa no es traidor.
Juan José Millás, escritor y periodista

domingo, 18 de noviembre de 2007

Una optimista
Dos ranas en la panza de una serpiente meditaban sobre su nuevo destino.
__¡Qué mala suerte hemos tenido! _dijo la una.
__No saques conclusiones apresuradas _agregó la otra_. Aquí no llueve y tenemos casa y comida.
__Casa, desde luego _dijo la primera rana_, pero no veo la comida por ninguna parte.
__Eres una bocazas _explicó la otra_. Nosotras somos la comida.
Ambrose Bierce, escritor y periodista

sábado, 17 de noviembre de 2007

Siempre hay una disculpa para salir a beber
Me compré una barra de bar porque quería dejar de salir a beber por ahí. Nada más montarla, me puse a un lado de la barra y pedí una cerveza. Fui al otro lado y pregunté: "¿Con alcohol o sin alcohol?". Me cambié otra vez de sitio y contesté: "¡Con alcohol, imbécil!". "¡Imbécil será usted!", me respondí. "A mí nadie me trata así", contesté, "me voy a otro bar." Al salir di un portazo. Y allí se quedó el otro con su mierda de negocio.

Jesús Alonso, escritor

sábado, 10 de noviembre de 2007

La Fe y las montañas
Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios.
Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más difícil encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior; cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.
La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe, y ahora las montañas permanecen por lo general en su sitio.
Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual mueren varios viajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe.